¿Que tendrá la mar?
¿Qué tiene el mar que, al mirarlo, impone y, al mismo tiempo, calma?
Esa combinación tan extraña entre fuerza y serenidad me deja en silencio. Me detengo frente a él, incluso cuando lo contemplo desde el dolor, y no puedo dejar de pensar.
¿Qué me ata tanto al mar? Tal vez sea el eco de una infancia feliz en Galicia, llena de recuerdos limpios, de momentos sin grandes problemas… o con esa ignorancia bendita de quien todavía no sabe lo dura que puede volverse la vida. El mar me lleva de vuelta a esos días mejores, más simples, que regresan sin esfuerzo a mi mente cuando lo tengo delante.
Siento la necesidad de estar cerca de su inmensidad, de mirar ese horizonte que me obliga a detenerme y pensar. En él encuentro la esperanza de que todo lo que estoy esperando, en algún momento, llegará. Siento una llamada profunda que empuja desde dentro, que me invita a seguir, a moverme hacia adelante, a alcanzar eso que aún no sé definir pero que siento que existe.
Pero también está la otra cara. Porque no todo lo que llega es bueno. Y en ese mar, también reconozco la frustración por lo que no consigo, por lo que se aleja, por lo que duele. Me hace pensar en aquello que está más allá, en lo que no se ve ni se toca, pero se intuye. Me hace pensar en mi hermano, en ese salto suyo hacia lo desconocido. Ya no lo veo, ni lo oigo, pero siento que sigue ahí. En ese horizonte que a veces parece un final, y otras, una posibilidad distinta.
Las olas dibujan imágenes que animan a ir más allá, a moverse, a descubrir. Esa idea de viaje en solitario me lleva al momento en que decidí mirar hacia dentro y empezar a conocerme de verdad. Un viaje interno que no es cómodo ni sencillo. Como en el mar, no hay ruta recta. Hay momentos de calma y también de tormenta, cambios de viento que te obligan a adaptarte sin saber del todo hacia dónde vas.
Y para navegar, hace falta algo más que impulso. Hace falta un buen barco. Sólido, firme, capaz de sostenerte cuando parece que todo se desmorona. En mi caso, ese barco es mi familia. Mi mujer y mis hijas. Son ellas quienes me han dado estabilidad y fuerza para enfrentar los golpes más duros de la vida. Han sido mi ancla, mi refugio, el soporte al que me agarro cuando siento que voy a naufragar.
Con el tiempo, uno aprende a reconocer las señales, a entenderse, a valorar lo que parecía invisible. Y en ese aprendizaje empieza a calmarse la tormenta. Empiezas a vivir de otra manera. El viaje interior te da respuestas que no esperabas, te ayuda a comprender cómo percibes el mundo y lo que te mueve de verdad.
Esa forma de sentir, esa sensibilidad que antes escondía, es la misma que me conecta con el mar. Con su sonido, su olor, su presencia. Durante mucho tiempo creí que mostrar esa sensibilidad me hacía débil, menos hombre. Hoy entiendo que es parte de mí. Y sé que tiene un nombre: altas capacidades. Un diagnóstico que llegó a los treinta y tres años, y que explica por qué desde niño sentía diferente, aunque no pudiera ponerlo en palabras.
Hoy me permito pensar, sentir, escribir. Disfrutar cinco minutos frente al mar y reconocer todo lo que despierta en mí.
Pensar, escribir, dibujar… se han convertido en mi salvavidas.
Cuando las olas me arrastran hacia el fondo, es eso lo que me rescata. Lo que me permite salir a flote y seguir.
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