Tradiciones, raíces y el peso de no pertenecer
Tradiciones, raíces y el peso de no pertenecer
Hay lugares donde las tradiciones no se eligen. Simplemente se heredan. En muchos pueblos, donde el tiempo parece haberse detenido y la vida gira en torno a lo mismo cada año, las costumbres no son solo parte del calendario: son parte de la identidad colectiva. Se transmiten de padres a hijos como quien entrega una promesa, o una carga. Y en esos entornos, no hay mucho más que eso. Las cosas se hacen “porque siempre se han hecho así”. Lo que fue de tus abuelos, debe ser tuyo. Lo que tus padres celebraron, debes repetirlo tú. Lo contrario es desobediencia, deslealtad, incluso una falta.
Pero, ¿qué pasa cuando no lo sientes? ¿Qué ocurre cuando esas raíces no echan brotes en ti? ¿Qué sucede si no te reconoces en las formas, en los símbolos, en las palabras que otros pronuncian con fervor? A veces, crecer rodeado de tradiciones puede ser como crecer en una maceta demasiado pequeña: aprendes a enredarte contigo mismo para no estorbar. Y el día que decides romper el tiesto, no solo te enfrentas a tus dudas, sino a la incomodidad de los demás.
La Semana Santa, en muchos lugares, es una de esas tradiciones que no se cuestiona. Procesiones imponentes, esculturas de una belleza incuestionable pero de una estética sombría, frías, duras, figuras que a muchos niños les despiertan miedo o preguntas incómodas de contestar sin caer en contradicciones. Son imágenes recias,, que visten las calles de Castilla con una solemnidad que impacta, pero no siempre conecta. A veces más que emocionar, intimidan.
No sólo el contemplar esas imágenes me ocupa ese interrogante, también el modo en el que las personas se comportan. He observado durante años cómo las mismas personas que critican abiertamente a la Iglesia, a sus formas y a sus excesos, viven con más fervor que nadie estas tradiciones religiosas. Presumen de actos, se envuelven en hábitos de penitente, portan cruces, cantan plegarias… pero fuera de ese marco litúrgico, no siempre se comportan con el amor, la humildad o la entrega que tanto pregonan en procesión. ¿Es fe? ¿Es identidad? ¿Es una máscara ritual? ¿O es simplemente costumbre?
La contradicción me pesa. Y me pesa más porque soy alguien que reflexiona mucho, que cuestiona lo que ve, que necesita entender. Tal vez mi manera de procesar el mundo, me lleve a no poder dejar nada en la superficie. No me basta con que algo “siempre se haya hecho así”. Necesito encontrarle un sentido que no sea impuesto, que no sea heredado. Necesito decidir, no repetir.
Y cuando decides no repetir, molesta. Incomoda. Porque parece que no honras tus raíces. Que no estás “donde tienes que estar”. Que desairas la historia, la cultura, la familia. Pero a veces, esas raíces que nos dieron estabilidad en un momento, también nos pueden asfixiar. Y crecer también es tener el valor de podarlas. De elegir otras. O de no tenerlas. De andar por el mundo sin ese sentido de pertenencia que tanto reconforta a otros, pero que a ti te resulta extraño.
No pertenecer del todo a ningún sitio te da libertad, sí. Pero también te aleja de ciertas experiencias compartidas. Hay quienes sienten dentro la Semana Santa, el folclore, las imágenes, los rituales… y hay quienes no.
Yo aún estoy aprendiendo a convivir con esa sensación: la de ver pasar una procesión y no emocionarme. La de explicar a mis hijas por qué hay una imagen sangrante en medio de la calle sin entrar en una discordanicia. La de observar sin juicio, pero también sin necesidad de participar. La de entender que las tradiciones no son verdades absolutas, sino contextos que pueden ser hermosos o violentos, significativos o vacíos, según quien los mire.
No escribo esto para cuestionar la fe, ni la historia, ni la cultura. Escribo con esa perspectiva de mirar desde fuera, con respeto, pero con distancia. Sin renegar de mi infancia, pero decidiendo criar a mis hijos con otras preguntas.
Fran Prieto.
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