Tras el Apagón
Hay días en los que la realidad golpea de frente, sin avisar, y convierte los espacios que habitamos en escenarios cargados de incertidumbre. El colegio, ese lugar que se construye cada día como refugio, como espacio de desarrollo, de aprendizaje, de afectos, de rutinas, de certezas… se convierte de pronto en epicentro de un caos que nadie controla del todo.
La perspectiva desde dentro, desde el aula, desde el patio, desde los pasillos, deja ver una fragilidad que no siempre nos atrevemos a mirar de frente. Los niños más pequeños, esos que apenas empiezan a entender el mundo, se deshacen entre el miedo, las preguntas sin respuesta y una tensión que no comprenden pero que sienten en el cuerpo. Y los mayores, los adolescentes, que ya han descubierto que el mundo no es un lugar del todo justo, encuentran una oportunidad para expresar su rebeldía. Una rebeldía que, en lugar de ser guiada, orientada, comprendida, a menudo se siente como un problema, como una molestia, o como un desafío. ¿Qué valores estamos inculcando si, en los momentos límite, no sabemos canalizar ese fuego hacia una construcción personal positiva?
El rol del profesorado en estos escenarios es otra carga silenciosa. Se nos exige estar. Estar siempre. Acompañar sin perder la calma. Proteger sin saber bien qué ocurre. Hacer de padre, madre, adulto de referencia de decenas de niños que no son los tuyos, pero que sientes como propios. Y todo eso sin dejar de pensar en los tuyos. Porque mientras consuelas a un alumno, el miedo por tus hijos, tu pareja, tus seres queridos, también te habita. ¿Qué pasa cuando estos episodios se repiten, cuando el colegio, lejos de ser solo un lugar educativo, se convierte en frontera entre lo cotidiano y lo traumático? ¿Qué peso emocional arrastrarán estas generaciones? ¿Qué mochila invisible llevarán los que hoy son niños y adolescentes, cuando la alarma se haya apagado pero el impacto permanezca?
Desde la familia, se vive con una intensidad distinta, íntima, a veces paralizante. El miedo se multiplica. El tuyo y el de los que te rodean. Mantener la calma se convierte en un acto de fe y de amor. Prepararte para estos escenarios parece imposible: ¿qué necesitas para afrontarlos? ¿Cuántas veces nos lo hemos preguntado? ¿Y cómo decides qué contarles a los hijos? ¿Dónde está la línea entre proteger y mentir, entre dar herramientas o edulcorar la realidad para que no genere tanto miedo?
Las preguntas que hacen los niños a veces tienen una crudeza profunda. “¿Por qué si Papá Noel, los Reyes, el Ratón Pérez o Dios que tienen magia, o hacen milagros no pueden hacer algo cuando pasa algo malo?”, me preguntó mi hija Carlota, con seis años, según volvíamos a casa intentando no estar parados en la carretera. Dificultando cualquier respuesta adulta.
Solo cuando pasan estas situaciones caóticas y estresantes, entiendes lo frágiles que somos. Y lo importante que es saber que, al menos, la familia está bien. Que existe esa casa que es tu refugio. Estar con tus hijas y con tu mujer a la que puedes abrazar, reír, mirar a los ojos. Porque en medio del miedo, reír con ella, hacer un comentario absurdo, compartir una mirada cómplice… es también una forma de resistir. La buena comunicación en la pareja, la posibilidad de hablar de todo, hasta del miedo, es el salvavidas al que aferrarse en estos tiempos revueltos.
Y luego está lo social. El entorno. La calle. Las redes. La desinformación. La histeria colectiva. Vivimos en una sociedad que ha atravesado demasiados fenómenos catastróficos en los últimos años. Crisis, pandemias, alarmas. Cada una parece ser la última hasta que llega la siguiente. Y aunque en el momento parecemos unirnos, la unión dura lo que dura el eco de la alarma. Después, volvemos al “sálvese quien pueda”. Al individualismo. A primero yo, luego el resto.
La electricidad y su ausencia se han convertido en metáforas perfectas. Dependemos de lo cotidiano hasta el punto de no saber vivir sin ello. Nos aterra no tener el móvil cargado, no saber si nuestros hijos están bien, no poder responder un mensaje al instante. ¿Cómo hacían antes? ¿Cómo se vivía con la incertidumbre de no tener noticias durante horas y seguir confiando? Hoy, si no llega un mensaje en cinco minutos, el cerebro inventa tragedias.
Y en el fondo de todo esto, una pregunta aún más incómoda: ¿en quién confiamos? No creemos en los organismos públicos. No confiamos en los políticos. Ni siquiera creemos que las noticias sean verdad. Todo nos parece manipulado, dirigido, lleno de intereses ocultos. Somos una sociedad cínica, descreída, anestesiada. Nos movemos entre la sumisión pasiva y el hartazgo rabioso. Y mientras tanto, no nos implicamos. No preguntamos. No participamos. Solo reaccionamos. Y cuando lo hacemos, lo hacemos desde el miedo.
Todo esto no es solo una reflexión. Es una llamada. Una necesidad urgente de mirar con otros ojos. De cuidar los espacios que habitamos. De escuchar de verdad a los niños. De tomar en serio al profesorado. De fortalecer las familias. De exigir una sociedad más transparente y más humana. Porque no podemos seguir normalizando el miedo. No podemos permitir que la fragilidad se convierta en rutina.
Tal vez no tengamos todas las respuestas. Pero sí podemos empezar a hacernos las preguntas correctas. Y eso, a veces, ya es un primer paso hacia el cambio.
Fran Prieto
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