Vocación, el Camino que nos Encuentra

 Vocación, el Camino que nos Encuentra


La vocación es un misterio. Esa inclinación hacia una  profesión, actividad o forma de vida a veces, nace con nosotros, como un fuego interno que nos guía desde la infancia, sin dudas ni titubeos. Hay quienes crecen con la certeza de lo que quieren ser, como si su destino estuviera escrito desde el principio. Otros, en cambio, la descubren con los años, explorando caminos, equivocándose y aprendiendo hasta encontrar aquello que realmente les llena.
Están también quienes sienten una llamada profunda, espiritual, que les empuja a seguir un propósito mayor. Y luego estamos los que, sin buscarlo ni imaginarlo, terminamos en un lugar que jamás habríamos previsto, como si la vida nos hubiera colocado ahí por arte de magia.
En mi caso, nunca tuve una brújula clara. Mis intereses eran diversos, mis caminos laborales inciertos. Nada en mi formación inicial apuntaba a que terminaría dedicándome a lo que hoy es mi vida. Sin embargo, cuando empecé a trabajar, algo me llevó directamente hasta aquí. La primera oportunidad de trabajar con personas con autismo apareció, y sin pensarlo, la tomé. No fue una decisión meditada, fue un salto al vacío. Y en ese salto, encontré algo que no sabía qué estaba buscando. 
Recuerdo a los primeros chicos con los que trabajé. Vi en ellos un obstáculo invisible, algo que les impedía hacer lo que el resto hacía sin dificultad. Fue en ese momento cuando despertó en mí la necesidad de entender, de buscar una manera de abrirles las puertas a nuevas experiencias. Ese reto, ese deseo de hacer posible lo que parecía imposible, se convirtió en el motor de mi vocación.
Desde entonces, la vida me ha llevado, una y otra vez, de vuelta a este camino. He intentado desviarme, probar otras cosas, pero siempre sucede algo que me empuja de nuevo aquí. Es como si hubiera una fuerza que insiste en que no me aparte, en que siga aprendiendo y enseñando. Y aunque a veces el camino se vuelve difícil, aunque haya momentos de duda y agotamiento, siempre hay un instante, una mirada, un logro compartido con mis alumnos que me recuerda por qué estoy aquí.
No siempre elegimos nuestra vocación. A veces, es ella la que nos elige a nosotros. Y cuando lo hace, por más que queramos escapar, siempre encontrará la manera de devolvernos al lugar donde realmente pertenecemos.

La rebeldía de crear un nuevo camino

Pero hay algo más que me ha hecho avanzar en esta dirección. No solo es la vocación, sino la forma en que la vivo. Tener altas capacidades no significa solo aprender rápido o tener facilidad en ciertas áreas. Para mí, ha significado una necesidad constante de cambio, de cuestionar lo establecido, de buscar nuevas formas de hacer las cosas cuando las que existen no funcionan.
No me conformo con lo que “siempre se ha hecho así”. No creo en sistemas inamovibles ni en normas rígidas cuando el objetivo es mejorar la vida de los demás. Y eso me ha llevado a desafiar estructuras, a chocar con jefes, con instituciones, con burocracias que muchas veces están diseñadas para mantener el orden, no para generar avances.
Ser rebelde no es simplemente oponerse a lo establecido. Es construir algo mejor, con principios que están por encima de personas, cargos o normas. Es asumir conflictos porque lo fácil es seguir el camino marcado, pero lo correcto es abrir caminos nuevos. Es desafiar lo que no funciona, sabiendo que el precio a pagar es alto, pero los resultados lo justifican.

El precio del tiempo y el equilibrio que nunca llega

Sin embargo, toda esta lucha, esta pasión por cambiar las cosas, tiene un costo que pocas veces se habla. Porque el tiempo que invierto en mejorar, en crear nuevas estrategias, en analizar cada detalle de mi trabajo, es tiempo que le quito a quienes realmente importan: mi mujer y mis hijas.
Es una batalla interna constante. Por un lado, la satisfacción de ver que algo que has creado funciona, que alguien aprende gracias a tu esfuerzo, que se abre una puerta donde antes solo había un muro. Por otro, la culpa de llegar tarde a casa, de estar con la cabeza en otro lado, de pagar la frustración del día con quienes menos lo merecen.
Y lo más paradójico es que sin ellas, sin su apoyo, sin su paciencia infinita, tampoco sería capaz de seguir adelante. Porque las pequeñas victorias diarias se disfrutan más cuando puedes compartirlas con quienes te sostienen.

Conciliar vocación y familia es un reto para el que nadie te prepara. Encontrar el equilibrio es casi imposible. Pero si algo he aprendido es que, aunque el camino me empuje siempre en la misma dirección, aunque parezca que no hay forma de salir de él, siempre debo recordar que el verdadero propósito de todo esto no es solo cambiar vidas, sino compartir la mía con quienes más quiero. Porque de nada sirve conquistar el mundo si, al final del día, no tienes con quién celebrarlo.


Fran Prieto


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